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Cuento ruso

 

Era otoño, y ya empezaba a hacer frío en Zhigansk, la provinciana ciudad norteña a la que se había mudado recientemente Iván. El viento silbaba y se escurría por los callejones del barrio antiguo de la ciudad. Las farolas iluminaban débilmente el suelo empedrado, y aquí y allá afloraban pequeños comercios a punto de quebrar. La crisis económica también se dejaba notar en este apartado rincón del mundo. Distraídamente, Iván se arrebujó en su gabardina y aceleró el paso. Tenía prisa aun cuando no iba a ninguna parte. Simplemente era otro más de sus paseos diarios a altas horas de la noche, en los que su mente andaba ocupada creando historias imposibles y mundos mejores. Esa era su pasión y su trabajo. Al llegar a una esquina, se fijó en una pequeña librería que nunca antes había visto, aunque sin duda, por lo antiguo de su rótulo, debía llevar muchos años en el negocio. Le extrañó que estuviese abierta y, curioso por saber qué escondía ese librero noctámbulo, pasó a su interior. Ya dentro, avanzó en la penumbra hasta una vieja estantería combada por el peso de los libros y manuscritos polvorientos que la atestaban. Ojeó ávidamente los títulos de los libros; su excitación fue en aumento a medida que descubría, una tras otra, las obras de los clásicos, ahora tan difíciles de encontrar debido a la despiadada quema de libros prohibidos perpetrada por los bolcheviques. Sabiéndose partícipe de un importante secreto, tal vez de una conspiración cultural dirigida a derribar los muros de la literatura propagandística revolucionaria, Iván se sintió en el deber de conocer al librero y apoyarle como pudiera en su cruzada. Deambuló un rato más por ese singular templo del saber, extasiándose con cada nuevo descubrimiento, hasta que se encontró de frente al librero, que tenía en sus manos un curioso ejemplar: La consolación de la filosofía, de Boecio, encarcelado por la falsa acusación (“¡Ese hombre ha plagiado mi libro!”) del político Cipriano. El librero interrogó a Iván con la mirada, haciéndole salir de su ensimismamiento. Entonces el anciano, ahora acuciado por las preguntas de Iván, le informó de que esos libros ya los habían tenido a la venta su padre y su abuelo, pero que debido a las nuevas corrientes políticas ya nadie quería adquirirlos, porque a nadie interesaban. Añadió, además, que la razón por la que abría a esas altas horas era la de evitar que gentes indiscretas pudiesen divulgar qué obras vendían allí; quienes estaban verdaderamente interesados por la literatura clásica ya conocían sus insólitos horarios y se dejaban caer por la librería en algún momento de la noche. En ese instante brotó profuso el amor que sentía Iván por el arte, y decidió volver todas las noches.

Ya volviendo a su habitación alquilada en un discreto hostal, sintió que alguien le seguía. Si él torcía por una bocacalle, el ruido sordo de pasos en la noche torcía por esa misma bocacalle. Se fijó en que esa coincidencia se repetía más de tres veces en pocos minutos, y entonces echó a correr. Un grito rasgó la quietud del barrio y se escucharon unos disparos. Sin embargo, Iván siguió corriendo, y se dio cuenta de que esa persecución a la que se veía sometido tenía que ver con su reciente visita a la librería. Realmente no sabía si era la autoridad gubernamental o un esbirro cualquiera al servicio del nuevo régimen quien le perseguía, pero eso poco importaba ahora que había oído los disparos. Debía huir. Zigzagueando por las estrechas callejuelas encontró al fin una puerta medio abierta, por la que se coló. Temblando de miedo, pegó el oído a la puerta y escuchó los pasos rápidos de su ocasional cazador alejándose. Pasaron unos tensos minutos de espera, en los que se sentía ahogar por la angustia. Cuando supo que ya no le encontraría, se relajó. Sólo entonces notó que en la estancia reinaba el silencio y la oscuridad. A tientas, logró encontrar una silla en la que sentarse y en la que al cabo de poco ya estaba dormido.

            Le despertó una joven. Candil en mano, le miraba inquisidora. Él pretendió excusarse pero tan sólo farfulló unas palabras ininteligibles. La belleza de la joven, aún estando tan tenuemente iluminada, le había dejado sin habla. Ella, consciente del efecto que había producido en Iván, se ruborizó, y le ofreció enseguida un plato de sopa caliente. No sabía exactamente porqué, pero intuyó que podía confiar en ella, así que mientras se tomaba la sopa, Iván le explicó qué le había llevado hasta allí. Ella atendió silenciosa hasta el momento en el que él le habló de los disparos, momento en el cual soltó un gritito asustado, y le agarró con fuera la mano a Iván, preguntándole si estaba bien. Ese contacto significó para Iván la razón de todo lo que le había acontecido esa convulsa noche, y muchas otras anteriores. El Destino estaba por fin de su parte. La denuncia de contrarrevolucionario; el cierre de la editorial; la huida de San Petersburgo, ahora Leningrado; la pérdida de amigos y familiares luchando en el Ejército Blanco; el aullido del lobo estepario que rondaba el precario campamento mientras Iván se dirigía a Siberia... tras años de desgracias, por fin un poco de paz y de ternura. Se mantuvieron en silencio unos minutos, pensando y sintiendo, conociéndose con la mirada. El lenguaje de su sublime amor estaba en los ojos. Iván sabía que debía volver al hostal, pero retardó un poco más el momento de hacerlo. Cuando por fin entendió que debían despedirse, ella le acompañó a la puerta y le preguntó si volvería a verle. Iván entonces le miró a los ojos, unos ojos de un azul insondable, sonrió, y se fue. Mientras caminaba calle abajo, aún logró oír un tenue suspiro, pero no escuchó a sus espaldas el ruido de ninguna puerta al cerrarse.

 

 

 

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