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elpoetaenelvagon

A fuego lento

 

Andrés Garralda salió del número 21 de la calle Margarita Xirgú. Eran pasadas las tres de la madrugada. Aquel martes de mediados de diciembre, la ciudad estaba en silencio. No se escuchaban los bocinazos de los borrachos que campeaban en sus deportivos por la ciudad; ni el ruido de botellas al romperse contra las aceras en aquel barrio dejado de la mano de Dios que es el Raval; ni, tampoco, pudo oír las llamadas que, desde las esquinas, amenazaban con convertirse en una plaga que asolaría la poca decencia que quedaba en esas calles, antes cuna de movimientos culturales vanguardistas o decimonónicas conspiraciones liberales.

 

La corriente de aire fresco que le golpeó en la cara le sacó de sus pensamientos. A través de las callejuelas, y desde la plaza Colón, el olor a salitre aún se percibía en el centro del barrio. Perezosamente, se dirigió calle abajo hacia el puerto; le gustaba pasear cerca del mar. Últimamente los problemas del trabajo le absorbían y dedicaba la noche a empeñarse en recuperar la confianza del público y, esto, invariablemente, se traducía en largos paseos por Barcelona, que le despejaban la mente y le relajaban para poder afrontar con el mismo empeño su siguiente creación.

 

Andrés Garralda era escultor, pero no uno cualquiera. Hubo un tiempo en que sus obras vanguardistas agradaron y  asquearon a partes iguales. Ahora ya solo asqueaban. El gran público no entendía que su legado al mundo era necesario, que las obras de ese artista renovarían la espiritualidad de la sociedad, y que la esperanza que desprendían las formas imposibles de sus creaciones revertiría en una convivencia más humana. Pero el público no asumió como propias su ambiciosa empresa ni su pretensión de provocar un giro de ochenta grados en la concepción de la sociedad. El público simplemente se cansó de él; cuando la novedad se convirtió en su pan de cada día, entonces le despreciaron, rieron su falta de actualización, su escasa creatividad. Quienes le habían aplaudido en público, en público le criticaban y hacían mofa. De la noche a la mañana, Andrés Garralda pasó a ser un marginado, un deshecho del gremio de escultores, un paria, un apestado.

 

Ahora que el mundo del arte le despreciaba, y su mujer le había dejado por un galerista de éxito, se sentía profundamente resentido. Plasmaba su odio en su trabajo, y pronto su estudio se convirtió en un museo del horror. Desperdiciaba su talento en obras que jamás serían adquiridas por nadie, pero que sin duda presentaban la cara más cruda y descarnada del olvido y el rencor. Eso, se dijo, también era arte, y del más vanguardista, incomprendido y salvaje que existía. Llegaría el día en que volvería a ser admirado y reconocido como la estrella que era.

 

Al llegar al puerto, vio a lo lejos un pequeño tumulto de personas. Varios golpeaban a alguien a quien, a intervalos, sumergían en las oscuras y contaminadas aguas del mar. No más de veinte segundos, pero los suficientes como para que Andrés Garralda escuchara los jadeos de la víctima. Enseguida se encaminó hacia ellos, gritando que le dejasen en paz, que se marcharan a sus casas. El grupo, al oírlo, echó a correr hacia el laberinto de calles de La Barceloneta, y el tipo que estaba siendo apaleado les siguió a duras penas. Esto asombró a Andrés, que dejó de gritarles al momento y ni siquiera intentó seguirlos. A saber qué ocurría entre esa gente, pensó. Da igual, ellos verán. Los jóvenes están todos locos.

 

Al volver a su casa, encendió el televisor. En el canal de la BBC retransmitían en directo unas algaradas que estaban teniendo lugar en algún punto de la Banlière parisina. Vio jóvenes, casi niños, lanzando cócteles molotov al interior de coches aparcados en la calle, que enseguida ardían en medio de una inmensa pira de caucho y metal. La periodista explicaba que lo hacían como protesta por la supuesta muerte de un adolescente a manos de la policía. Qué fluir de rabia tan enorme, y qué inútil toda su opereta, se dijo Andrés Garralda. Si toda esa frustración y rabia se canalizase adecuadamente, qué pavor habría en el Gobierno. Seguramente no sabrían cómo detener una ola de atentados perpetrados por una guerrilla urbana bien organizada...

 

Dándole vueltas a esta idea estaba Andrés Garralda cuando alguien llamó a su puerta. Esto le extrañó doblemente, porque eran las cuatro y media de la madrugada y hacia meses que nadie le visitaba. Fue a abrir y se encontró en el rellano de la escalera con un joven a quien en su vida había visto, por lo menos lo que alcanzaba a recordar. El joven le sonrió de una forma extraña y, sin esperar ninguna invitación, pasó al interior del piso, donde se puso a observar las esculturas de Andrés, sin decir nada. Al cabo de unos minutos, y tras haber examinado varias habitaciones del piso, por fin habló.

 

- Te he visto esta noche y te he seguido. Tú también me has visto. Estaba con los chicos, en el muelle.

 

Andrés Garralda no supo qué decir. Tan inesperada visita le había dejado sin palabras.

 

-   He pensado que quizás te gustaría unirte.

- ¿Qué dices? ¿Unirme a qué?

 

El otro no le hizo caso.

 

-  Eres un sujeto curioso, Andrés. Paseas de madrugada por Barcelona, moldeas esculturas terroríficas a la vez que brillantes, no te preocupa meterte en problemas...

-   ¿Quién eres y qué es lo que quieres?

-  Gagarin, soy Gagarin. Y ya te lo he dicho. He pensado que podrías unirte.

-   ¿A qué?

-   ¿Has oído hablar del Ejército Primitivista?

 

Andrés Garralda hizo memoria. Se estrujó el cerebro intentando recordar dónde había escuchado antes ese nombre. Era demasiado pintoresco como para olvidarlo. Lo que no recordaba era porqué le sonaba. Entonces lo supo. Hacía ya varios meses había leído un artículo en el periódico en el que se mencionaba que unos gamberros se hacían llamar así.

 

(continuará...)

 

 

Recordando...

 

 

 

 

Se levantó del escritorio, estaba harto de versar sobre desamor y suicidios; tras toda la noche en vela alimentando la inmensa pira que era su corazón, decidió que había llegado el momento de escribir una historia sospechosamente incierta, un canto al amor que se descubre tan sólo de madrugada, al abrir con sigilo la puerta y desaparecer en la quietud de la calle tras una noche de pasión. Una historia sin venganzas ni chuchillos brillando en la oscuridad sobre los lechos, sin palizas al descubrir las sábanas hediendo a sudor. Los primeros rayos del sol se filtraban ya por entre las rendijas de la persiana; empezaba a oírse ajetreo en la calle, que no cesaría en todo el día; los conductores daban bocinazos, preocupados por no acumular otro retraso en el trabajo. Ciertamente era un día de lo más normal, pero la historia que iba a relatar era muy distinta, más personal, íntima y peligrosa que las que había escrito hasta el momento. Quién sabía qué iba a añorar, qué iba a lamentar de nuevo, otra noche, tras la máquina de escribir. Café, pensó al momento. Iba a necesitarlo.

Empezó enseguida, le agradaba la idea de recordar breves retazos de su vida a medida que los iba intercalando entre línea y línea de esta nueva historia. Imprescindibles, él y ella, ambos jóvenes y con ganas de vivir. Ella, altiva, distante, una rubia de interminables piernas y curvas vertiginosas, lo tenía todo para triunfar; el mundo que la rodeaba estaba incondicionalmente a sus pies. Él, por el contrario, no tenía nada de espectacular: callado, tímido y solitario; además, su discreta cojera, conocida por todos, hacía de él un joven marginado los viernes y sábados de fiesta.

Noelia, la diosa, la musa de los poetas que deambulaban por los apartados rincones de la universidad, acostumbraba a dejarse ver por la cafetería más concurrida del campus. Cada día desfilaba, cada día sus largas piernas embelesaban a profesores y alumnos, y cada día era agasajada por unos y por otros, invitada a cuanto quisiera tomar, admirada y envidiada. Adorada.

Él, sin embargo, siempre se sentaba apartado, acompañado únicamente por un libro. De vez en cuando alguien se le acercaba y charlaba con él, pero eso raramente ocurría. Su mesa preferida era la del rincón, en el extremo izquierdo de la cafetería. Esa zona era como su pequeño oasis particular; ahí dejaba pasar las horas, tranquilamente, leyendo o trabajando; ahí hacía y deshacía a su antojo, cuantas veces quisiera, su teatro anímico; ahí soñaba con Noelia, en silencio imaginaba y creaba. Alguien le dijo una vez que todo el mundo tiene un director de cine dentro.

  

 

Cuento ruso

 

Era otoño, y ya empezaba a hacer frío en Zhigansk, la provinciana ciudad norteña a la que se había mudado recientemente Iván. El viento silbaba y se escurría por los callejones del barrio antiguo de la ciudad. Las farolas iluminaban débilmente el suelo empedrado, y aquí y allá afloraban pequeños comercios a punto de quebrar. La crisis económica también se dejaba notar en este apartado rincón del mundo. Distraídamente, Iván se arrebujó en su gabardina y aceleró el paso. Tenía prisa aun cuando no iba a ninguna parte. Simplemente era otro más de sus paseos diarios a altas horas de la noche, en los que su mente andaba ocupada creando historias imposibles y mundos mejores. Esa era su pasión y su trabajo. Al llegar a una esquina, se fijó en una pequeña librería que nunca antes había visto, aunque sin duda, por lo antiguo de su rótulo, debía llevar muchos años en el negocio. Le extrañó que estuviese abierta y, curioso por saber qué escondía ese librero noctámbulo, pasó a su interior. Ya dentro, avanzó en la penumbra hasta una vieja estantería combada por el peso de los libros y manuscritos polvorientos que la atestaban. Ojeó ávidamente los títulos de los libros; su excitación fue en aumento a medida que descubría, una tras otra, las obras de los clásicos, ahora tan difíciles de encontrar debido a la despiadada quema de libros prohibidos perpetrada por los bolcheviques. Sabiéndose partícipe de un importante secreto, tal vez de una conspiración cultural dirigida a derribar los muros de la literatura propagandística revolucionaria, Iván se sintió en el deber de conocer al librero y apoyarle como pudiera en su cruzada. Deambuló un rato más por ese singular templo del saber, extasiándose con cada nuevo descubrimiento, hasta que se encontró de frente al librero, que tenía en sus manos un curioso ejemplar: La consolación de la filosofía, de Boecio, encarcelado por la falsa acusación (“¡Ese hombre ha plagiado mi libro!”) del político Cipriano. El librero interrogó a Iván con la mirada, haciéndole salir de su ensimismamiento. Entonces el anciano, ahora acuciado por las preguntas de Iván, le informó de que esos libros ya los habían tenido a la venta su padre y su abuelo, pero que debido a las nuevas corrientes políticas ya nadie quería adquirirlos, porque a nadie interesaban. Añadió, además, que la razón por la que abría a esas altas horas era la de evitar que gentes indiscretas pudiesen divulgar qué obras vendían allí; quienes estaban verdaderamente interesados por la literatura clásica ya conocían sus insólitos horarios y se dejaban caer por la librería en algún momento de la noche. En ese instante brotó profuso el amor que sentía Iván por el arte, y decidió volver todas las noches.

Ya volviendo a su habitación alquilada en un discreto hostal, sintió que alguien le seguía. Si él torcía por una bocacalle, el ruido sordo de pasos en la noche torcía por esa misma bocacalle. Se fijó en que esa coincidencia se repetía más de tres veces en pocos minutos, y entonces echó a correr. Un grito rasgó la quietud del barrio y se escucharon unos disparos. Sin embargo, Iván siguió corriendo, y se dio cuenta de que esa persecución a la que se veía sometido tenía que ver con su reciente visita a la librería. Realmente no sabía si era la autoridad gubernamental o un esbirro cualquiera al servicio del nuevo régimen quien le perseguía, pero eso poco importaba ahora que había oído los disparos. Debía huir. Zigzagueando por las estrechas callejuelas encontró al fin una puerta medio abierta, por la que se coló. Temblando de miedo, pegó el oído a la puerta y escuchó los pasos rápidos de su ocasional cazador alejándose. Pasaron unos tensos minutos de espera, en los que se sentía ahogar por la angustia. Cuando supo que ya no le encontraría, se relajó. Sólo entonces notó que en la estancia reinaba el silencio y la oscuridad. A tientas, logró encontrar una silla en la que sentarse y en la que al cabo de poco ya estaba dormido.

            Le despertó una joven. Candil en mano, le miraba inquisidora. Él pretendió excusarse pero tan sólo farfulló unas palabras ininteligibles. La belleza de la joven, aún estando tan tenuemente iluminada, le había dejado sin habla. Ella, consciente del efecto que había producido en Iván, se ruborizó, y le ofreció enseguida un plato de sopa caliente. No sabía exactamente porqué, pero intuyó que podía confiar en ella, así que mientras se tomaba la sopa, Iván le explicó qué le había llevado hasta allí. Ella atendió silenciosa hasta el momento en el que él le habló de los disparos, momento en el cual soltó un gritito asustado, y le agarró con fuera la mano a Iván, preguntándole si estaba bien. Ese contacto significó para Iván la razón de todo lo que le había acontecido esa convulsa noche, y muchas otras anteriores. El Destino estaba por fin de su parte. La denuncia de contrarrevolucionario; el cierre de la editorial; la huida de San Petersburgo, ahora Leningrado; la pérdida de amigos y familiares luchando en el Ejército Blanco; el aullido del lobo estepario que rondaba el precario campamento mientras Iván se dirigía a Siberia... tras años de desgracias, por fin un poco de paz y de ternura. Se mantuvieron en silencio unos minutos, pensando y sintiendo, conociéndose con la mirada. El lenguaje de su sublime amor estaba en los ojos. Iván sabía que debía volver al hostal, pero retardó un poco más el momento de hacerlo. Cuando por fin entendió que debían despedirse, ella le acompañó a la puerta y le preguntó si volvería a verle. Iván entonces le miró a los ojos, unos ojos de un azul insondable, sonrió, y se fue. Mientras caminaba calle abajo, aún logró oír un tenue suspiro, pero no escuchó a sus espaldas el ruido de ninguna puerta al cerrarse.

 

 

 

La función ha terminado. Bajad el telón.

 

 

 

Hoy me ha dejado mi novia. La escena ha resultado de lo más triste: ella y yo sentados en un banco, comentando amigablemente el hecho de que ella en breves me iba a dejar definitivamente, y de que yo, embriagado del típico dolor de un enamorado despechado, no echaría la mirada atrás y seguiría el camino de mi vida tratando de olvidar momentos que se realizaron para recordarlos siempre. Esos momentos sé que me atormentarán mucho tiempo, y que en cuanto me pare a pensar con calma, y todo el ruido cese a mi alrededor, esas escenas pasadas volverán y me herirán. Pero llegará el día en que recuerde todo como una lección más de la vida, y ella será tan sólo una muchachita que me trató mal, y que perdió la cordura y se lanzó al abismo conociendo su profundidad y la imposibilidad de una marcha atrás.

 

Sentados en el banco se ha excusado, se ha descrito como el ser egoísta y despreciable que en realidad es y, por último, ha llorado. Maldita piedad la que sentí entonces por ella, y que me llevó a rodearla con mis brazos y susurrarle palabras optimistas al oído. Puro teatro. Actriz consumada. Tres meses de relación y es en un banco y a punto de ser abandonado en la cuneta cuando me doy cuenta de su habilidad para confundir y confundirse, y ser entonces la fabulosa intérprete que a todos engatusa. Me siento ridículo, manipulado, fácil. Me ha herido en mi orgullo, el poco que me quedaba después de tantos desplantes. Sin piedad, echando mano de todos sus trucos de manipuladora de corazones, ha conseguido lo que esperaba: una relación pretendidamente seria que finaliza cuando el cliente no está satisfecho con el producto, sean cuales sean las razones. Las razones reales casi nunca se saben; esta es una de esas ocasiones. Una frase más o menos bonita, otra más o menos cutre, y una última absolutamente inconcebible para acabar de una forma tan brutal una relación que, con un poco de riego y mimo, prometía. El patetismo de la escena es digno de las mejores películas de amor con final malísimo, esas que hacen vomitar de asco al público entre puñado y puñado de palomitas. Algo así ha sido. Y entre lloros, risas incluídas. Risas a modo de defensa, claro está; risas irónicas, cáusticas, mordaces. Risas que a dentelladas esquirlan la poca seriedad que queda en la relación. Risas que retumban en los oídos de la actriz y le hacen perder los papeles; estupefacta, se gira ansiosa hacia su público y señala con dedo acusador a quien ha osado interrumpir su colosal actuación. Con gesto irritado, mira a los ojos al saboteador y entiende que ha sido descubierta, y que la película nunca podrá convertirse en realidad por más que actúe, y actúe, y actúe, y actúe, y actúe, y actúe, y actúe, y actúe, y actúe, y actúe, y actúe, y actúe, y actúe...

 

La función ha terminado. Bajad el telón.

  

 

Una mirada y una sonrisa

Ahí está, en pie, apoyada la espalda contra el poste. Su cuerpo se balancea suavemente al ritmo del cabeceo del muelle flotante. Está sola; su mirada es profundamente triste, y ya desde el primer vistazo mueve a la compasión. Sostiene caída, con la mano derecha, una máscara de carnaval, ya inservible en este vaporetto que le devuelve a su casa, después de una misión fallida y perdida toda esperanza de volver a ser feliz a corto plazo. Ojos perfilados de negro, mirada penetrante y profundísima en donde uno teme perderse y no conseguir salir jamás o, en cualquier caso, mirada imposible de olvidar nunca y expulsar de la mente, tan impresionante es. La cara maquillada, perfectamente ovalada, permite expresarse a los labios pintados de rojo, insinuantes, pero con un rictus de amargura que impide desearlos pasionalmente; antes bien, susurrarles de cerca un ánimo o una historia en la que la princesa se casa con su príncipe azul y viven felices por siempre, para así hacerlos sonreír otra vez esta noche.

Decido intentar hacerle olvidar aquello que le hace infeliz, aunque tan sólo sea durante unos breves segundos, y le guiño un ojo. Y ella me ve, y sonríe, olvidando…

 

La Navidad está en la calle

    

— Cariño, ¿qué tal el día?

La voz engolada de su mujer recorre los pasillos de la casa y le recuerda el encargo que le han mandado hoy de la editorial. Cansado, deja las llaves del coche en la mesa del recibidor y se dirige al cómodo y acogedor salón hábilmente decorado por la prestigiosa Isabel Farré.

— Bien, me han ofrecido trabajo. Un escrito acerca de la Navidad.

— ¡Eso es fantástico! En estas fechas te resultará más fácil hablar de paz, amor, solidaridad, altruismo…

Roberto no lo puede evitar y suelta una carcajada sarcástica. Repentinamente ha recordado que el año pasado, por estas fechas, Estados Unidos sopesaba construir el mayor muro fronterizo del mundo para blindarse frente a México, mientras miembros de Sendero Luminoso emboscaban y asesinaban a siete policías en Perú.

— ¿Pasa algo, cariño?

— No, qué va. Todo va genial — dice, y se levanta del sillón.

— ¿Adónde vas?

— A la calle, a coger ideas para el cuento.

— Pero si es 24 y aún tenemos que hacer unas compras…

La puta cantinela de todos los años, se dice Roberto, asqueado. Sin embargo, le responde con un “volveré pronto, descuida” y un guiño amistoso.

Joder, qué frío, piensa ya en la calle y, arrebujándose en su abrigo se dirige al Raval, el barrio más conflictivo de la ciudad condal. Llega en metro a Plaça Catalunya y baja por Las Ramblas hasta la calle Tallers, la primera bocacalle a la derecha. Las tiendas de discos e instrumentos musicales están cerradas a esas horas de la noche y, en el portal de la bien conocida Revólver, un par de borrachos, débilmente iluminados por el resplandor de las farolas de Las Ramblas, se abrigan con unas mantas raídas mientras hablan con sus botellines de plástico de alcohol 96°. Sin duda este es el portal más olvidado de la Historia, reconoce Roberto. Con un movimiento de mano ensayado, deja caer un billete de 10 euros y sonríe beatíficamente a los dos individuos. Al momento se da cuenta de la prepotencia de su gesto y de que una calderilla no le convierte en una mejor persona. Sin embargo, los borrachos ya se han abalanzado sobre el billete y, entre gruñidos, pelean por él hasta que lo rompen y cada uno se queda con una parte. Enseguida exigen un nuevo billete a Roberto, que les ignora y continúa adentrándose en el barrio. Lleva ya un rato callejeando cuando se da cuenta de que se ha perdido. En la calle en la que se encuentra tan sólo se ven comercios árabes abiertos y llenos de clientes norteafricanos y pakistanís. Sin embargo, pronto observa que no son los únicos profesionales que trabajan esa noche. Las prostitutas nigerianas también hacen horas, y se ven rodeadas por una caterva de jóvenes magrebís que las acosan y saben que hacen un descuento de dos por uno en Navidad. Esta es la avenida de la ruina y el paganismo, el símbolo de una vida salvaje, pero fantasma y obviada por las autoridades y la ciudadanía de los barrios altos. Roberto sabe que estas escenas son buen material para su cuento de Navidad, y las graba en su mente.

Deja atrás la calle Sant Pau y arriba a una pequeña plazoleta en la que varios mendigos ofrecen artículos recién sacados del contenedor. Se acerca y agarra un pequeño perro de peluche enmohecido por la humedad, pero antes de poder acercárselo a la nariz para intentar adivinar a qué huele, uno de los marginados se lo arrebata con manos temblorosas y, delicadamente, lo vuelve a colocar en su lugar, sobre los periódicos extendidos en el pavimento. Roberto entonces pregunta el precio.

    Seis euros.

    Vaya, ¿dónde no hay ya afán de lucro? El espíritu mercantil lo impregna todo…

    Oiga, cómprelo o no, pero a mí déjeme en paz.

Divertido, Roberto intenta arañar unos cuantos céntimos:

    Venga hombre, que es Navidad. Rebájemelo un euro.

El viejo extiende la avariciosa mano y se mete rápidamente la moneda en la ropa interior, a salvo de la codicia de sus compañeros.

    Usted viene aquí, hablando de Navidad y dinero, pero se aprovecha de la situación. Recuerde esto: cuando sus conocidos le pregunten cuánto le costó este perro y usted les cuente la historia, sus esputos serán los míos.

Roberto, hastiado ya del paseo, decide volver al calor de su hogar para sentarse frente a la televisión y ver anuncios divertidos de productos que sin duda comprará. El perro de peluche enmohecido –genial adquisición- le ayudará a escribir un cuento de Navidad basado en hechos reales, un cuento sin trampa ni cartón, sin colores llamativos ni frases descafeinadas. Qué bonita es la Navidad, piensa Roberto, y enciende el televisor.

  

Arte

 

 

Provocar un pequeño incendio en el otro extremo de la ciudad para conseguir distraer a los bomberos del verdadero objetivo de la noche es un plan sencillo pero genial. Ingenuos, reciben la llamada anónima y salen disparados; esta noche de 30 de octubre van a tener trabajo extra y lo saben, pero ni siquiera sospechan que, mientras ellos salvan los muebles, arde su casa entera. El parque de bomberos, frío y vacío, es un objetivo realmente tentador. Miro alrededor y, disimuladamente, camino hacia él. Me prometo una noche inolvidable. La calle está desierta; la población, asustada, se protege cerrando a cal y canto sus hogares, pues las bandas se han adueñado de la ciudad. Alcanzo el parque y, por debajo de la puerta metálica que se encuentra en la fachada, introduzco una pequeña manguera por la que voy bombeando litros de gasolina hasta empapar toda la planta baja del edificio. Algo tan simple como rociar de gasolina todas las dependencias, para lanzar después un cóctel molotov, produce un enorme placer.

Es imposible hacerse una idea de lo que significa provocar un colosal incendio durante la Noche del Diablo. Es algo casi sobrenatural, digno sin duda de admirarse. Las llamas devoran implacables el vetusto edificio de madera que es este parque de bomberos de Greenville, Alabama. Como ninfas danzantes, las llamaradas se retuercen y caracolean de mil formas imposibles. Es un espectáculo salvaje, es arte de chispazos y lenguas de fuego resplandecientes, un vómito de calor que envuelve y absorbe el alma. El purificador incendio, que arrasa sin piedad este símbolo de un continuo levantarse del Estado, marca el inicio de una nueva etapa atestada de orgías de violencia similares.

Sin mirar atrás, me alejo del ahora ya medio consumido edificio. La atracción primitiva del hombre por el fuego me ha mantenido paralizado frente a él durante unos cuantos minutos, en exaltada catarsis.

 

Tienes una historia que contar

 

 I

Un niña de apenas doce años camina lentamente por una céntrica calle de Bogotá. Los coches que pasan a su lado reducen la marcha al acercarse; los ocupantes la observan con deseo y tocan el claxon. Ella se gira e intenta sonreir coqueta, pero tan sólo consigue esbozar una mueca mientras el rubor enrojece sus mejillas y su mirada expresa una derrota mil veces asumida. 

II

Son las diez de la noche y la chiquilla cuida a su hermanito. Estan solos en la casucha, construida con tablones de madera a modo de paredes y tablas de zinc como tejado. Las nubes amenazan con tormenta y pronto el interior de la mísera barraca se verá acribillado por incontables gotitas que se filtrarán por los resquicios que hay en techo y paredes. La niña extrae del interior de un viejo baúl un par de cazos de metal que coloca en el suelo, donde sabe que caerá más agua. Esta pequeña muestra de previsión le hace sentir importante y le dice a Moncho:

—Mira, Monchito, esto es para que no se moje el suelo, ¿ves? El agua cae dentro. Dale, pon una tú.

El niño mira confuso a Yesenia, y ella le pone en la mano el segundo cazo para que lo vuelva a colocar bajo la gotera. Sus manitas, embadurnadas de mugre, agarran avarientas el pedazo de metal y lo manosean antes de lanzarlo al otro extremo de la estancia. La niña sacude ante él un índice acusador y le atiza un par de cachetes en el trasero. Moncho se pone a llorar. Sus lloros atraviesan la frágil estructura de la chabola y rasgan el aire sobrecargado de la barriada, dispersándose por las callejuelas de los alrededores. Aún no ha terminado de llorar cuando se pone a llover; primero, sólo es un casi imperceptible redoble en el tejado de zinc; después, el agua se desborda y empieza a anegar los cazos. Yesenia entonces levanta a su hermano en brazos y lo lleva a la habitación que comparten con sus padres. Le acuna durante unos instantes, pero Moncho sigue llorando.

    Monchito, no llores, no te golpeé tan duro. Va, calla, duerme.

Y le deja en la cuna de madera. La chiquilla sale a la calle y contempla los relámpagos que iluminan el valle, mientras continúa escuchando la llorera de su hermano. Le ignora y sigue ahí, sentada frente a la puerta, esperando a sus padres que ya tardan en llegar. Al cabo de un rato se cansa y se dirige al interior de la barraca, hacia el fogón que humea y enrojece los ojos. Tiene hambre. El bol de madera de Monchito aún contiene un poco de arroz y unos cuantos frijoles, que unas ratas están husmeando. “Esto me bastará”, piensa la niña, y aparta a las ratas con un palo para después engullir rápidamente tan mísera cena. Se sienta en un taburete y empieza a balancearse alante y atrás, alante y atrás, tarareando una canción.

Esperará toda la noche, otra noche, y nadie llegará rendido del trabajo. Nadie le besará en la frente, ni le arropará, ni le dará un dulce envuelto en papel de colores. Y sabrá que está sola.   

 

De un bar (incompleto)

El Don Porfirio, a pesar de esa pretendida burguesización a través de su nombre,es un garito de lo más chusco. En ese nido de ratas y todo tipo de degenerados, quizás por el veneno que sirven por bebida o quizás por el constante parpadeo histérico de los focos de colores, afloran al momento los instintos más violentos y primarios. Atravesar la vetusta puerta, forrada de pósters de cantantes cutres y choriceros, significa volver a la Edad Media, donde una mala mirada exigía un duelo a muerte. Rozando traseros moldeados a palmetazos de vigoroso amante y embutidos en unas diminutas faldas; frotando miembros sobreexcitados por la proximidad de lujuriosas féminas, el desgraciado visitante chorrea sudor, contribuyendo así a hacer aún más rancio y apestoso el ambiente del miserable [antro]. Mariquitas enfundados en prietas camisetas, ramerillas quinceañeras que trabajan a tiempo parcial y sin cobrar, rústicos y primitivescos nativos del lugar, viejas glorias con los pechos colgando fláccidamente y la jeta embadurnada con repugnantes mejunjes carísimos e ineficazmente rejuvenecedores. La fauna es tan variada como deprimente e inquietante. Los altavoces escupen sin interrupción estridentes tonadas que los más entusiastas insisten aún en denominar música, mientras que quien hasta el desafortunado momento de entrar en ese antro de vicio e indecencia era una persona equilibrada psíquicamente, chilla y llora, histérico, perdido todo juicio por la abrumadora y criminal música. A modo de altar, en la barra del tabernáculo se ofrecen todo tipo de milagrosos brebajes a un precio escalofriante, que haría perder el control y la compostura al mismísimo sultán de Brunei. Sin embargo, se paga religiosamente ese despótico y desproporcionado diezmo, por el bien del Dios Cuerpo y su viaje al espacio sideral durante unas breves (y estúpidas) horas.

El pan nuestro de...

Era un mendigo, un vulgar ratero que conocía de las grandes estafas y ladrones de cuello blanco por los periódicos que conseguía encontrar hurgando en la basura. Él jamás tendría una oportunidad así en su vida; estaba condenado a vaciar carteras y bolsos de turistas en la céntrica calle de Las Ramblas. Es viernes por la tarde, y con su cojera fingida y la cabeza ladeada se acerca tranquilamente a un grueso y sudoroso aleman que apuesta una y otra vez por el cubilete erróneo que le ofrece un hábil estafador callejero. Se sitúa detrás suyo y le sugiere, susurrándole al oído, que opte por el cubilete de la derecha; el aleman se gira y le sonríe estúpidamente, sin entender una palabra de lo que ha dicho, y vuelve a errar en su apuesta. El mendigo, entonces, le coge la mano y se la acerca, en la siguiente jugada, al cubilete que contiene la pelotita. Acierta, y el alemán ríe feliz y bota y brinca en medio de la calle, por lo que el que le ha hecho el favor se lo cobra sisándole la abultada cartera mientras el otro, ajeno a esto, le da palmaditas en la espalda al que hasta hace unos pocos segundos le estaba estafando mediante este conocido juego callejero.

Una pelirroja

 

 

  

“Hola, mi amor. ¿Qué tal por allá, por esas playas paradisíacas de las que tantas veces me has hablado? ¿Cómo va todo? Yo anoche soñé contigo, otra vez. Es la cuarta en esta semana. No te puedo olvidar, lo sabes ¿verdad? En el sueño estábamos tú y yo, por fin juntos, lejos de este antro en el que muero cada día. Hace tiempo que te fuiste, pero aún recuerdo con cariño cuando estabas conmigo, cuando me visitabas cada tarde para hacerme reír. Hablábamos de todo lo que hay ahí fuera, de las mil oportunidades, lugares y placeres. Después hacíamos el amor suavemente; sólo importaba el otro, hacerle gozar y sentir. Qué bonito era. Ternura y pasión, la mejor de las combinaciones y el sueño más inalcanzable sin ti. Nunca me han tratado como tú; aquí lo hacen, pagan y se van. Nada que ver. Tú eres diferente, contigo me olvido de todo. Soy feliz. Por eso me he decidido. Iré contigo, iré a verte, voy a salir de aquí.”

 

Se oye un disparo. La pelirroja cae al suelo, donde sangra profusamente. La bala le ha alcanzado el corazón. El chulo conocía sus intenciones, y no se lo ha permitido.

 

Anochece. Todas las cadenas de televisión del país emiten la misma noticia. Un joven millonario, John Shooter, ha muerto, esta tarde, en un accidente de coche.

Ciao

 

 

Otro golpe, qué más da. Ya no duele. Cansa tanto drama cutre, tanta obra patéticamente interpretada, tanto lloriqueo de plañidera vapuleada.  Palabras incontroladas y sinsentido no hieren el talón de Aquiles, se sabe. Gritas y chillas; obvio y sonrío, el peor de los desprecios. Furia, ira y rabia juguetean en una incomparable orgía de resentimiento y lástima incontenida; el dolor ya se fue de vacaciones, y no volverá. Jurado. El hueco que has dejado lo llenará la próxima copa, esta noche, junto a otra mujer, por dinero o por amor, quién sabe y qué importará. Prometido. Y una ironía o dos, bañadas con una gruesa capa de orgullo, harán relucir una relación muerta.

La jauría

 

Tropezó y cayó al suelo cual muñeco roto. Se había torcido el tobillo y no se pudo levantar a tiempo. La jauría de hienas, viéndolo indefenso, se le abalanzó encima. No buscaban carroña; la carne humana también les atraía. Ladrando desenfrenadamente, mordieron furiosas al desvalido turista. Moribundo, éste sentía las salvajes dentelladas desgarrar su carne y las pestilentes lenguas lamer en busca de sangre caliente. Hocicos husmeantes se deleitaban con el olor a muerte. No pudo gritar; una hiena le había arrancado la boca de un mordisco después de protagonizar una graciosa cabriola. Las mandíbulas de los carroñeros, como cepos, amputaban y cortaban, hirientes, precisas, persistentes. El fétido aliento le mareó y le hizo perder el conocimiento mientras una garra le seccionaba el escroto. Desangrándose, fue pasto de las hienas en medio de la sabana, el ágape de honor de la histérica jauría, el festín de reyes canicular. Al final, restos desperdigados y risotadas sin par.

Un viaje en taxi

 

La fiesta había resultado un fiasco. Dena se lo esperaba, sabía que nada en esa orgía de lujo y poder sería como le habían prometido. Tan convencida estaba que a punto estuvo de llamar para informar que no iba, que se había empezado a sentir mal, pero al final le faltó valor, y se dejó caer por la mansión bullente de caballeros con esmoquin y señoras engalanadas. Ahora se arrepentía; había perdido miserablemente una noche que prometía un buen paseo por el parque, a la luz de la luna y, quién sabe, quizás agarrada a algún amante ocasional. Salió al fresco de la calle y se cerró el abrigo; lo único que deseaba era llegar cuanto antes a casa, meterse bajo las mantas y sentir su calor revitalizador. Después de una soporífera velada de soledad entre tanta gente, transcurrida participando en conversaciones a cada cual más insulsa, merecía la tranquilidad de su guarida. Encendió un cigarro; entre calada y calada observaba cómo el humo ascendía denso en la quietud de la noche, y eso le hizo sentirse bien por primera vez en horas. Se entregó al placer de fumar durante unos minutos; entonces levantó el brazo e hizo señal a un taxi que por ahí pasaba de que se acercara.

Cuando subió, sintió una extraña sensación, algo entre el miedo y el interés. Sentándose sobre el resobado sillón de atrás, Dena garabateó rápidamente en un papel la dirección de su casa y se lo pasó al conductor, un joven de aspecto inquietante. Éste lo leyó y movió afirmativamente la cabeza mientras decía que había que ver, que cómo podía una señorita tan elegante y bonita vivir en un tugurio como ese. Ella no respondió, el miedo era más intenso que el interés. El silencio se hizo pesado, por lo que el joven encendió la radio, que enseguida empezó a escupir información y estadísticas sobre la violencia juvenil.

— Vaya mundo de locos, lo que se necesita es más poesía — comentó el joven. Ella esbozó una educada sonrisa, esperaba que él se callara ya.

— Soy Frank, encantado.

    Dena.

    ¿Qué tal la fiesta, entretenida?

    Más o menos.

    ¿Sabes? Yo odio las fiestas. Bueno, no es que las odie, simplemente que nunca me siento a gusto. Es como una gran obra de teatro, ¿entiendes? Y todos tienen que sonreír y parecer simpáticos y hablar de cosas que a nadie le importan de verdad. Todo eso, pura apariencia. Falsedad. Ya sabes, simular interesarte por la familia de quien sea cuando sólo buscas un ascenso en el trabajo. Es un asco, ¿no?

Y mientras decía esto, manipulaba el espejo retrovisor enfocándolo hacia la cara de ella, que le miraba sorprendida. Qué desparpajo el de aquel chico, pensó Dena; cuánta sinceridad a esas horas de la noche. Realmente, era una novedad de lo más gratificante.

­—  Sí, la verdad es que no ha sido una fiesta interesante.

    ¿Interesante, dices? Esa gente nunca será interesante mientras hablen de todas esas bobadas. Coches, mansiones de lujo, ropa de marca, nuevas esposas. Mierda. Eso es lo que es, basura. ¿De qué les sirve todo eso más que para hinchar el pecho ante los demás? ¿Acaso son más felices? No. Entonces, ¿por qué tanto teatro?

    No sé, la verdad. Quizás sea una necesidad…

    Quizá sean personas inseguras, sí.

El taxi avanzaba traqueteante por las callejuelas empedradas del barrio; ya quedaba poco para llegar al número 103 de Dalton Street. Dena hubiera deseado indicar al joven que diera media vuelta, que había olvidado el bolso en la fiesta, a fin de alargar la conversación en la que estaban sumergidos. Pero no lo hizo. Simplemente dejó que Frank aparcara frente a la puerta del bloque de pisos en el que residía, pagó trece dólares con ochenta y bajó rápidamente del taxi. La sensación de miedo había dado lugar al interés que sintiera al subir al taxi, si bien ahora ese interés era más intenso y tenía una razón de ser.

 

Papá

Papá me llamó desde el salón; alto, duro, mal afeitado: realmente imponía. Estaba muy serio y sostenía entre sus dedos un cigarro a medio consumir. Una botella vacía descansaba sobre la mesa; cerca, un vaso volcado derramaba gotas de un líquido anaranjado sobre la alfombra. La foto rota evidenciaba su malhumor.

Me acerqué a él hasta ponerme a su lado; me miró fijamente mientras cogía mi brazo. Muy despacio, como deleitándose con ello, frotó la parte candente del cigarro, que apagó, contra mi antebrazo. Por un momento sólo olí el hedor a piel y vello chamuscado que inundó el lugar que y penetró hasta lo más profundo de mi pituitaria. Como un latigazo que sólo dura un segundo, un escalofrío me recorrió de abajo a arriba la espina dorsal, haciéndome arquear bruscamente la espalda hacia delante. Mi corazón bombeaba fuego, por mis venas corría una espesa masa de veneno y hiel; un dolor punzante me atravesó el brazo y mi cerebro se paralizó. Epidermis, brasa, chamuscado, eran palabras que sentía por primera vez en perfecta comunión. Se me nubló la vista y los ojos se me anegaron de lágrimas. Contuve la respiración y no grité; sabía que eso le hubiera enfurecido tanto como para azotarme con el cinturón. Desde que mamá se fugó con otro hombre, su humor era pésimo, siempre estaba enfadado o aletargado por la ingesta de alcohol, y yo era su cabeza de turco, en mí descargaba toda su frustración y rabia.

—Si no hubieras nacido —decía—, mamá nunca se hubiera marchado.

La culpa era mía, [claro,] nada tenían que ver las constantes palizas que propinaba a mamá, ni sus más que conocidas infidelidades con las prostitutas de los barrios bajos.

Decidí irme; me giré y lentamente avancé hacia la puerta.

— Tú, ¿adónde crees que vas? —preguntó—. Recoge todo esto, venga. Me voy a acostar, no hagas ruido,¿te enteras?

Callé. Le odiaba, pero a fin de cuentas era mi padre, y le debía obediencia.

 

 

Asesinados a sangre fría los conceptos de belleza y estética, los aprendices ya no necesitan pistola y los maestros tiran al suelo la espada mellada.

 

Hay que rebelarse contra la muerte de la Luz.

 

 

 

Babeando vino, el decadente padre Román se balancea por la calle, caminando serpenteantemente. Olvidado, viejo y excomulgado, nada le queda mas que la botella, eterna compañera. Atrás quedaron los gloriosos días en los que arengaba briosamente a los feligreses, y las multitudinarias manifestaciones por la ciudad, y las largas horas confesando. Román ahora avanza hacia un precipicio. La polidipsia le consume y le hace consumir grados desenfrenadamente. Se apoya en las farolas y luce el sobrenombre de “rey de las bocas de metro”; hace tiempo que se cayó del púlpito. Sufrió el escarnio de retornar la sotana y enfundarse en la raída gabardina, manchada ahora de vómitos y licor. Llora desconsoladamente y se sabe despreciable; la barba hirsuta no invita a una conversación con él, ni sus zapatos rotos de tan desgastados, ni…
Román es así, siempre lo fue. Pretendió ocultar su faceta de lobo estepario bajo la zurra, pero más tarde que temprano afloró ese instinto bohemio, y cayó al suelo el disfraz, y empezó el carnaval.

Carta

 

¿Te sientes culpable por leerme, por hacerme escribir esta carta?

¿Te sientes culpable por abandonarme?

No he llorado, no. Qué va, eso se acabó. No voy a seguirte el juego, no seré tu juguete. Esta vez será diferente. Nada más irte, cogí las llaves del coche –sí, de tu coche- y me fui a conducir. No me preguntes cómo llegué al Chin Tiki, ni siquiera yo lo sé. Quizás fuera mi desbordante lujuria o quizás el resquemor hacia ti afloró al cambiar de marchas o quizás... Pero eso da igual, ya no importa. Acabé en ese antro de perdición y no salí de ahí hasta la madrugada. Una china y una latina me hicieron olvidarte unas horas, pero ahora vuelves a estar aquí, en mi cabeza y en mis manos. He vuelto a beber, no tanto como antes, aunque anoche me paró una patrulla de la policía. ¿La multa? Unos tres mil dólares, que pagaré con el dinero que se te olvidó bajo la colcha; a fin de cuentas, lo mío es tuyo y lo tuyo es mío. Vale, sí, era. Era.

La ropa sucia está amontonada en un rincón, la mesa volcada en mitad del salón explica mi borrachera, la cama vacía refleja mi excursión nocturna. Quién sabe, puede que vuelva a ser yo, el de siempre, ese bala perdida que un día rescataste de los brazos de una prostituta barata. ¿Recuerdas? Seguro que sí, mi estampa era patética. Siempre te agradecí ese gesto, aunque nunca te lo dijera. Ambos sabemos que algún día nos volveremos a encontrar, en uno de esos bares, los de antes. Tú irás a lo tuyo y yo a lo mío, y fingiremos que nunca nos conocimos, y yo beberé solo y me abrazarán por dinero, y tú salvarás a otro tipo desconocido, a otro donnadie. No nacimos para satisfacer las expectativas de nadie, pero y qué.

 

Un día por venir

 

El líder mira al grupo, hombres que se han encontrado a sí mismos, entrenados y preparados concienzudamente para llevar a cabo la operación que les ha sido encomendada. Liberados de la epidemia global de mierda en la que sobrevivían, sus voces marginadas hacen ondear las banderas del descontento allá donde van. Despiden a la oscuridad, al miedo que perpetúa el orden de las cosas. Saben que si algo va mal, los que tienen la capacidad de actuar tienen la responsabilidad de actuar. En su teatro anímico, montado y desmontado a ritmo de disparos a la multitud, una marioneta ha cortado las cuerdas que le ataban, y ahora destila odio: su vómito es de veneno y hiel. Aprendieron a volver a confiar en los hombres; ahora adoran el ludismo, práctica habitual. Si queréis una tortilla debéis romper algunos huevos, arenga el líder. Y nosotros asentimos.