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elpoetaenelvagon

 

Iren se sentía bien. Ni siquiera se había parado a pensar en la otra posibilidad, no se le ocurrió que aquello pudiera ser un error. Siguió adelante sin mirar a los lados: los problemas le asaltaban de frente. Siempre había sido así, y hoy volvería a ser igual. El examen se le presentaba difícil, pero estaba preparada. La noche la había pasado en vela; sabía que la prueba sería un éxito. Un, dos y hasta tres repasos de toda la materia le harían obtener la beca que necesitaba para entrar en la universidad que unos padres inmigrantes no le podían pagar. Mientras se convencía de esto, se abrieron las puertas y entraron unas cuantas personas más, haciendo aún más irrespirable el aire rancio de aquel vagón. Rozándole el costado, una niña pequeña sonreía a su abuela, que le hacía carantoñas; más estudiantes se apretujaban en el otro extremo del vagón, cerca de unas jóvenes de Europa de este; unos obreros discutían sobre horas extras. Las estaciones se sucedían lentamente, muy lentamente, pero aún así demasiado rápido.

El tren se paró, salió un hombre. Siete minutos y treinta y tres segundos después, todo estallaba. La niña y su abuela, los estudiantes, las jóvenes trabajadoras, los obreros. Todo, todo, todo.

 

 

Hoy me levanto y la sensación es nueva. Soy feliz. Es una felicidad infantil, lo sé, pero intensa, tan intensa que me hace sentirme un tipo nuevo, mejor y más seguro de sí mismo. Me dirijo presto a la calle, hoy quiero salir y vivir (atrás quedó el sobrevivir). Sonrio estúpidamente mientras camino solo; tan sólo yo sé el porqué de mi felicidad, tan sólo yo lo sabré esta noche al volver al hogar. Me olvido de todo y mis pasos se hacen cada vez más lentos, no tengo prisa por llegar a ningún lado, porque ya no tengo meta. La montaña se acercó a este profeta, y lo hizo feliz.

Decálogo nihilista

 

Decálogo del nihilista:

 

1.      El nihilismo es una opción de vida, no un movimiento en el que militar.

2.      El fin justifica los medios.

3.      El progreso es el regreso.

4.      Cualquier estructura organizativa limita la creatividad, esclaviza.

5.      La moral y la ética son conceptos inventados.

6.      Los derechos humanos aborregan.

7.      Nadie es mejor que usted, nadie es peor que usted.

8.      No se excuse ni justifique: no tiene porqué.

9.      No hable, actúe.

10.  Lo real es lo evidente a la vista.

 

 

 

 

No sintió miedo. La venda que le cubría los ojos le impidió ver cómo una escopeta de cañón recortado le apuntaba, amenazadora, a la cabeza. A menos de dos palmos, el arma prometía escupir metal y fuego. Se preguntaba qué pasaba, mientras escuchaba la música clásica que sin descanso atronaban los auriculares que tenía encasquetados a los oídos. Por ello no advirtió el amartillar del arma y no sintió miedo.

Tres segundos después, la música cesaba de golpe y su masa gris encefálica barnizaba la pared.

 

 

Se le acercó por la espalda. Sin duda era consciente de la locura que le dominaba y la timidez que le atenazaba, pero estaba resuelto a dar un paso al frente y presentarse voluntario para militar en la guerra del amor. Necesitaba inhalar y expirar sin prisa pero sin pausa, como si participara en aquellos seminarios de yoga de la tía Luisa; después, ya más calmado, le hablaría. Sin ambages, sin tartamudear. Le costó imaginarse a sí mismo sometiéndose a alguien, quien fuera, pero se obligó a honrarse con su valentía. Con caballerosidad se conquista un reino, recordó entonces. Pero enseguida surgió otro recuerdo del pasado, el de cura Román sermoneando acerca de aquello de “mi primogenitura por un plato de lentejas”. Sacudió la cabeza, desechando esos pensamientos. Ya sólo estaba a diez pasos de ella; de ellos, sus antiguos amigos y camaradas, le separaban años y peleas, por ella.

Entonces lo vio claro. La alcanzó y, posándole una mano en el hombro, le preguntó si tenía fuego.

 

 

Algarabía y gritería general. Juegan a chillarse histéricamente en la catarsis de la selvática zapatiesta, sus manotazos fréneticos al aire refuerzan la posición dominante en la que se encuentran. Entre la maraña y enredo de papadas excesivas y brazos de pelo desgrañado, se intuyen perfectas y blanquísimas dentaduras, siempre sonrientes, siempre dirigidas hacia la tribuna.
La comicidad de la situación impide tomarlos en serio, a su pesar. Sapientísimos simios debatientes debatiendo sobre sus aireados derechos humanos. Provoca hilaridad, y pena, después.

 

 

Cuando la sensibilidad murió, nació la sensiblería. Y con ella la Sociedad del Espectáculo en la que todo son arias mientras para el vulgo no haya cacofonía.

Tres casquillos

 

Tres casquillos descansan a su lado; la escopeta atronó tres veces, seguidas, sin miedo ni duda. Tres vidas segadas con una facilidad espantosa, demoníaca. Tres son tantas. Tres son tan pocas. Una guerra acaba con más de tres, un ejército tiene más de tres, una familia… una familia ha sido eliminada de un suspiro, en un decir Razón. Pero qué razón puede entender que tres proyectiles atraviesen piel, carne, venas, ilusiones, proyectos y sueños. Tres casquillos para tres extinciones en masa de sentimientos y pasiones. Tres mortíferas estampidas y tres cuerpos caídos en el patio, ya estadísticas, números, datos. Tres tristes balas, tres, no más. Qué importan tres, qué. Nada. Y todo. Nada ellas, todo quienes ahora las albergan en su seno. Seno acribillado, partido, que acoge el fruto del anterior acogido.

 

Aquello que siempre esperé que me dijeran

 

Basta. Odio tus lloriqueos estériles e infantiles. No quiero lágrimas ni penas. Relativiza el dolor, superarlo es fácil. Ella se ha ido, y qué. Entiendo que te abandonara, y entendería que tú hubieras hecho lo mismo. Ahora deja de arrastrarte por el barro como un perro, deja de lamentarte de tu mala fortuna y de suspirar por las esquinas. Tu alma en pena no me conmueve, es patética. Tus sollozos de pusilánime te enquistan en la depresión más estúpida. Todo lo que hubo es nada. Nada. Borrón y cuenta nueva, ¿sabes lo que es eso? Salir del pozo de amargura en el que tú mismo te has dejado caer, levantar el vuelo y enorgullecerte de no ser tan imbécil como para ansiar volver a su lado. Sufres esa típica desesperanza encarrilada por canciones cutres y sensibleras. Apaga la radio, escúchame, mírame. Yo soy más que ella, más que cualquier otra que jamás hubieras soñado. Estoy aquí por y para tí. Hazme tuya.

Destruir para crear

 

Me arroparé con las pieles de la última foca ártica; me bañaré, indiferente, en un mar de orina y desperdicios, y salpicaré a todos aquellos que me miren y susurren a mis espaldas; sonriente, donaré sangre con el VIH; no habrá embarazo sin aborto; la vejez será extinta; desalinizaré todo el mar para verte el agua en el desierto; construiré una aputopista de ocho carriles que atraviese, serpenteante, todo la selva amazónica; avivaré la hoguera arrojando a las llamas plumas de quetzal y cadáveres putrefactos de niños sodomizados.
            Soy la transgresión corporizada, su sublimación y máximo exponente; la libertad liberticida que sacude al mundo, su manzana más mortífera, su conciencia más depravada y degenerada.

 

La ciudad dormida

 

A aquellas horas toda la ciudad estaba dormida. Era de madrugada, me habían echado a patadas de un bar por pelearme con un viejo decrépito que me había mirado mal y ahora vagabundeaba por las desiertas calles, pisando los charcos de meada de gato. El barrio estaba silencioso; tan sólo se oían de vez en cuando los maullidos de los gatos peleándose o copulando entre los cubos de basura. Un perro con llagas en la espalda se cruzó en mi camino y me tropecé con él; le di una patada y seguí mi camino hacia no sabía dónde.  El perro aulló tristemente y se escondió bajo un coche que allí había.

Al llegar al parque vi a una mujer joven tumbada bajo uno de los bancos, durmiendo entre sus vómitos y con el pelo lleno de suciedad y hojas que había arrastrado el viento hasta ella. Me acerqué. Era bonita; el maquillaje le embadurnaba toda la cara a modo de pintura de guerra india, por lo que debía haber estado llorando, pensé. Rebusqué en su bolso algo que me permitiera saber donde vivía, para así poder llevarla allá, pero no había nada: ni documento de identidad, ni permiso de conducir, ni dirección, nada. El bolso estaba vacío, alguien le había robado todo. Le sacudí con el pie varias veces para que despertase, y no lo conseguí. Coño, tuve que llevarla a cuestas hasta mi apartamento, a una hora por lo menos del parque. Semejante esfuerzo bien merecía un premio, por lo que al llegar a casa la tumbé en mi cama, la desnudé de sus pestilentes ropas, que lancé a un rincón, y la penetré lentamente; mientras, ella gemía en sueños, pero lo hacía al compás de mis arremetidas. Al cabo de unos minutos, ya no aguantaba más: entre el sabor a vómito de su boca y mi olor a sudor era imposible concentrarse en lo que uno estaba haciendo, así que lo dejé y me dormí a su lado, tan rendido estaba.

Al despertar ella ya no estaba conmigo; se había ido. Decididamente, mi suerte era lo más parecido a una estrella fugaz. Fui a ducharme, deseando que por una vez el agua me liberara no sólo de la roña que cubría mi piel y taponaba sus poros, sino también de esa sensación que me oprimía y que me hacía llamarme acabado y degenerado. Las mañanas eran el peor momento del día; uno se ve como realmente es, una mierda, un trozo de carne que se pudre lentamente en este cementerio de sueños, ciudad. Me acerqué después en pelotas a la cocina, a prepararme algo para desayunar; pero el desayuno ya estaba hecho, y aún humeaba. Bajo la taza de café había una nota escrita: “Eres un cerdo, pero me ayudaste. Llámame: 555 673 98. Carmen”.

 

 

III

Inolvidables labios gruesos, de intenso carmín tiznados, que son tentación mil veces consumada; pasión y lujuria alimentadas por unos seductores pomelos húmedos, manzana prohibida de provocación y mi pecado reincidido. De beso intenso y profundo, en el que me pierdo, inevitablemente y sin marcha atrás. Eternamente entreabiertos, a la vez muestran y esconden una hilera de inmaculados dientes, razón de insomnio y poesía, erotismo y ternura, ilusión y suicidio.

 

Diario de un loco enamorado

I

Sabes cual es mi debilidad y eso te permite jugar conmigo. Ayer y hoy y mañana, siempre duele, el alma sangra a borbotones. ¿Porqué esa crueldad, ese instinto felino potenciado al máximo? ¿Porqué ese mirar por encima del hombro mientras parpadean tus luceros tentadores fugazmente? Es tu embriagadora y sensual mirada la razón de mis delirios, de mis ansias de superación, de mis sueños desquiciados. Con tu mirada me envuelves y sometes; sin cuartel ni piedad me haces tu incondicional esclavo. El brillo de tus ojos significa a una vez sufrimiento y placer, sol y luna; son reflejos de un revuelto de sentimientos. Ámame o destrúyeme. Ya.

II

Hay diosas que saben hacerte mirar hacia arriba  mientras te sonríen con complicidad, te apartan tocándote con las puntas de los dedos y te susurran, ambos bajo tu paraguas, un no al oído.
Al verla los nervios te delatan, y no sabes si es porque coincide luna llena con lluvia de estrellas fugaces, o porque tu sonrisa insinuante empareja bien con su guiño pícaro, o porque supiste leerle un futuro común en la mirada. Siempre dudas, siempre.

Batalla interior

 

 

Otra vez solo. Empieza la batalla. Sin descanso, ideas utópicas asaltan la muralla de mi cerebro racional. Tenazmente prueban a ocupar el torreón vigía de pensamientos  peligrosamente libertarios. No cesan de apoyar escalas de mano contra el muro de los prejuicios. Pretenden dar el golpe mortal al cientifismo que me ata, anegar el foso en el que estoy preso y arrancar de cuajo los barrotes que me enclaustran. Limitado por el empirismo, resisto los embates del torreón de asalto, coronado por una llama que siempre arde. El portón descartiano sufre a un ariete insistente que amenaza con demoler de una vez por todas mis tristes, carcas, retrógadas, contrarrevolucionarias teorías medievales. En mí se da una lucha sin cuartel: ¿ganará el pensamiento sencillo y comodón del cientifismo o, por el contrario, vencerán las novedosas y oxigenantes tesis libertarias?

Sueños de un dictador

 

Soy un dios. Lo deseé con todas mis fuerzas y se ha cumplido. Nadie sabe porqué, tampoco yo. La agitación mundial va en aumento, Irán pretende enriquecer uranio. Ahora yo soy ese uranio enriquecido de máxima calidad que todos quieren; destruiré y destruiré hasta agotarme. Todos me van a oir. El orden mundial ha tomado un nuevo giro desde ya. No habrá respeto ni piedad; nubes tóxicas recorrerán la verde campiña para pudrirla eternamente; los océanos y mares se salinizaran en extremo, y toda vida acuática perecerá; animales y humanos caerán fulminados por doquier. Soy Baco, embriagado de poder. Un, dos, tres Hiroshimas sobre Europa y es el fin.
¡Pum! Me caí de la cama. Joder.

 

Elogio a EEUU

 

Se me acusará de pretender ir a la moda y apuntarme al bombardeo al que últimamente se somete a EEUU por la carretada de críticas que voy a vertir contra ellos pero, sin embargo, nada más lejos de la realidad. Critico porque quiero, porque me da la gana, porque veo que abusan sin responder por ello cuando, tanto que presumen de democrátas, deberían ser ellos los primeros en dar ejemplo (a mí, personalmente, me da igual que presuman de demócratas o de comunistas camboyanos: encajar a una persona o grupo dentro de una casilla me parece algo odioso, sea quien sea el aludido).
Así pues, odio -sí, odio- que sean ellos los que utilicen armas de destrucción masiva en Irak (el fósforo blanco) y que lo utilicen contra los civiles de Faluya, ciudad rebelde; que pretendan que los inspectores de la ONU visiten Guantánamo pero sin hablar con los presos (¿qué clase de inspección sería esa, entonces?); que mantengan prisiones ilegales en países del este de la "civilizada" Europa; que mientan diciendo que la insurgencia irakí está formada principalmente por yihadistas extranjeros y de Al-Qaida cuando, en realidad, desde hace meses no capturan a ningún extranjero en las redadas que contínuamente llevan a cabo; que pretendan hacer ver que esos terroristas (terrorista es quien dicen ellos, no quien realmente lo es, parece ser) no son partisanos que no quieren ser gobernados por un Gobierno títere de EEUU, país que está a miles de quilómetros del suyo y que nada tiene que ver con ellos mas que que los dos quieren tener el petróleo que hay en el suelo irakí (aunque, evidenetemente, los yankees no tienen ningún derecho a él, al contrario que los irakís).
Sin más, me pregunto como tienen la poca vergüenza de proclamar a los cuatro vientos que Occidente es moral, ético o democrático.
Somos todos la misma basura inmoral, escéptica, interesada y oportunista. Por lo menos en cuanto a los Gobiernos y Estados se refiere.

Absolutamente destrozado

 

Somos el resultado de nuestros desengaños.

Abofetéame: saltaré al vacío. 

Sí.

11-S

 

Era el 11 de Septiembre. Desviados de su misión ordinaria por pilotos

 

decididos a todo, los aparatos se dirigen hacia el corazón de la gran

 

ciudad, resueltos a abatir los símbolos de un sistema político detestado. 

 

La vida, su vida entera, corre ante los ojos de los pilotos en cuestión

 

de segundos, mas llevan a cabo sus planes con precisión artera. Sin

 

importarles nada. La sangre para ellos son medallas. La matanza es acto

 

de heroísmo. ¿Es este el mundo que creaste, Dios mío? ¿Para esto tus 7

 

días de asombro y trabajo?

 

Venecia

Terminé la carrera en febrero; necesité un cuatrimestre más de lo que preveía el plan académico. En mi descargo debo decir que nunca pretendí cumplir con dicho plan, ni me parecía conveniente para mi salud y libertad el hacerlo. Ese cuatrimestre de más se me hizo realmente penoso por la asignatura que tuve que cursar, la asignatura maldita de todo estudiante que se precie de ser un habitual de la cafetería de la facultad. Y yo, haciendo honor a mi rosario de faltas de asistencia por tomar un café más en esa pasarela de modelos que aún hoy llaman cafetería, suspendí dos veces Derecho Mercantil. Una, en junio; la segunda vez, en la convocatoria de septiembre. Por ello tuve que quedarme más tiempo del debido en la Universidad. Pero por fin había terminado. Y tenía pensado darme unas merecidas vacaciones visitando algún lugar de Europa.

No tuve que pensarlo mucho: me decidí por Venecia. Siempre había querido visitar la ciudad de los canales y las góndolas; la ciudad flotante, la de las 7 islas; la capital del Véneto, patria de constructores de diques y de artistas del “cinquecento”; la perla que se hundía a pasos agigantados en el Adriático.

Venecia. Qué bien sonaba el nombre. Sólo con imaginar lo que sería estar allí una semana me embriagaba la emoción. Enseguida me puse a buscar un lugar de alojamiento y un vuelo barato, y a fe que encontré una oferta muy suculenta. Reservé un asiento en un vuelo de bajo coste y descubrí un Albergue de Juventud alejado del centro de la ciudad, que me brindaba cama y desayuno a un precio asequible para cualquier bolsillo.

Llegué al aeropuerto de Venecia. Era de noche pero no me importó. A partir de ese momento y durante los próximos siete días estaríamos yo y la ciudad; podría perderme por sus museos, iglesias, canales y escondidas plazoletas. Erraría horas y horas sin rumbo fijo, contemplando fachadas y cúpulas renacentistas. Era libre de hacer lo que quisiera, y qué gran ciudad es Venecia para ser libre. Sin embargo, en aquel momento no recordaba el horario de cierre y apertura del albergue, ni la dependencia que sufriría toda la semana de los vaporettos que me trasladarían de isla a isla. Ignorando esto, fui feliz. Por lo menos hasta que me di cuenta, cinco segundos más tarde, de que a esas horas ya estaba cerrado el albergue, y que debería buscarme otro sitio para dormir esa noche. Busqué un hotel en el listín telefónico del aeropuerto y allí me dirigí.

Me desperté pronto. La habitación estaba completamente iluminada, no había persianas y el sol me daba de lleno en la cara. Qué más daba; ya estaba en Venecia y me esperaba un día de lo más interesante, así que salí a la calle dispuesto a iniciar mi deambular. Con las manos en los bolsillos, empecé la marcha por la desierta calle. El frío era intenso; el invierno en Venecia siempre es muy duro aunque esté en la costa, y se ven a muy pocas personas paseando por la mañana. A mí lado, por el canal, se deslizaban silenciosas góndolas; los gondoleros holgazaneaban en ellas y de vez en cuando daban un golpe de remo para seguir avanzando, lentamente. Qué curiosa imagen de Venecia: serena, tranquila y perezosa. Pero aún así, se podía sentir en el ambiente que los Carnavales, famosos en toda Europa, iban a dar comienzo. Entré en una estrecha callejuela del centro y me acerqué a los escaparates de las pequeñas tiendas que poblaban la calle hasta la siguiente esquina. Una de ellas, especialmente oscura y lúgubre, llamó mi atención. Entré. Tras el mostrador, una joven bostezaba mientras daba sorbitos a su taza de café. Ni siquiera levantó la vista al oír que la puerta se abría y yo le daba los buenos días. Simplemente, continuó leyendo el catálogo que tenía apoyado en la mesa tras la que se sentaba. Haciendo caso omiso a su pasividad, eché un vistazo alrededor. El interior de la tienda se me antojó asombroso; estaba llena a rebosar de disfraces de carnaval, por todos lados se veían telas de colores y máscaras colgando del techo. Curioseé a placer, revolviendo aquí y allá, en busca de un atuendo que resultara realmente llamativo. Eran mis primeros carnavales y quería ser el rey de la fiesta. Al final encontré lo que buscaba: un traje al completo del estilo de los del siglo XVIII. Alucinante. Me quedé ensimismado mirándolo, sabía que era ese el que quería y el que acabaría alquilando por una, dos o tres noches; lo importante era conseguirlo, los días y el precio eran lo de menos. Luciría ese traje y encandilaría a todas las mujeres de la ciudad; anónimamente, jugaría a ser el don Juan veneciano. Me dirigí a la joven y le pregunté el coste del alquiler por día; mi cara debió ser un poema, porque enseguida rebajó el precio a poco más de la mitad de lo que me acababa de pedir. Satisfecho por lo que creí mi primera conquista, suspiré aliviado. Entonces sucedió. Estaba sacando la cartera para pagar cuando de la trastienda salió un hombre cargando una caja abierta en la que podían verse máscaras de todas las formas y colores; entre los arabescos y pinceladas se veía el fondo de las máscaras, de color blanco amarfilado semejante al mármol, que me indicó que eran de porcelana de París. Todas ellas eran elegantes obras de arte, modeladas sin duda por un maestro artesano realmente genial. Sus curvaturas me maravillaron, y la mezcla de colores sobre fondo blanco hacía a las piezas únicas e irrepetibles, cada una con su trazado perfectamente delineado. Mientras estos pensamientos acudían a mi cabeza, el hombre se dirigía a la puerta de salida, pero hete aquí que tropezó con un taburete y cayó al suelo, rompiendo las máscaras de porcelana de la caja. Sólo una se salvó de la debacle. Entonces empezaron los gritos y las imprecaciones. En italiano, por supuesto. No entendía nada, pero me quedé por si el hombre se ponía violento y agredía a la mujer. Qué mentalidad tan española la mía, que ni siquiera había sospechado que sería la mujer la que abofeteara al tipo de la caja en la cara, como sucedió tras un minuto de histerismo. Sorprendido, y viendo que el hombre no reaccionaba con furia contra ella, decidí marcharme. Al salir a la callejuela, el viento me golpeó en la cara, refrescándome por completo. Fue lo más parecido a una muda de piel, después de los extraños minutos que había pasado dentro de la tienda.

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