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Venecia

Terminé la carrera en febrero; necesité un cuatrimestre más de lo que preveía el plan académico. En mi descargo debo decir que nunca pretendí cumplir con dicho plan, ni me parecía conveniente para mi salud y libertad el hacerlo. Ese cuatrimestre de más se me hizo realmente penoso por la asignatura que tuve que cursar, la asignatura maldita de todo estudiante que se precie de ser un habitual de la cafetería de la facultad. Y yo, haciendo honor a mi rosario de faltas de asistencia por tomar un café más en esa pasarela de modelos que aún hoy llaman cafetería, suspendí dos veces Derecho Mercantil. Una, en junio; la segunda vez, en la convocatoria de septiembre. Por ello tuve que quedarme más tiempo del debido en la Universidad. Pero por fin había terminado. Y tenía pensado darme unas merecidas vacaciones visitando algún lugar de Europa.

No tuve que pensarlo mucho: me decidí por Venecia. Siempre había querido visitar la ciudad de los canales y las góndolas; la ciudad flotante, la de las 7 islas; la capital del Véneto, patria de constructores de diques y de artistas del “cinquecento”; la perla que se hundía a pasos agigantados en el Adriático.

Venecia. Qué bien sonaba el nombre. Sólo con imaginar lo que sería estar allí una semana me embriagaba la emoción. Enseguida me puse a buscar un lugar de alojamiento y un vuelo barato, y a fe que encontré una oferta muy suculenta. Reservé un asiento en un vuelo de bajo coste y descubrí un Albergue de Juventud alejado del centro de la ciudad, que me brindaba cama y desayuno a un precio asequible para cualquier bolsillo.

Llegué al aeropuerto de Venecia. Era de noche pero no me importó. A partir de ese momento y durante los próximos siete días estaríamos yo y la ciudad; podría perderme por sus museos, iglesias, canales y escondidas plazoletas. Erraría horas y horas sin rumbo fijo, contemplando fachadas y cúpulas renacentistas. Era libre de hacer lo que quisiera, y qué gran ciudad es Venecia para ser libre. Sin embargo, en aquel momento no recordaba el horario de cierre y apertura del albergue, ni la dependencia que sufriría toda la semana de los vaporettos que me trasladarían de isla a isla. Ignorando esto, fui feliz. Por lo menos hasta que me di cuenta, cinco segundos más tarde, de que a esas horas ya estaba cerrado el albergue, y que debería buscarme otro sitio para dormir esa noche. Busqué un hotel en el listín telefónico del aeropuerto y allí me dirigí.

Me desperté pronto. La habitación estaba completamente iluminada, no había persianas y el sol me daba de lleno en la cara. Qué más daba; ya estaba en Venecia y me esperaba un día de lo más interesante, así que salí a la calle dispuesto a iniciar mi deambular. Con las manos en los bolsillos, empecé la marcha por la desierta calle. El frío era intenso; el invierno en Venecia siempre es muy duro aunque esté en la costa, y se ven a muy pocas personas paseando por la mañana. A mí lado, por el canal, se deslizaban silenciosas góndolas; los gondoleros holgazaneaban en ellas y de vez en cuando daban un golpe de remo para seguir avanzando, lentamente. Qué curiosa imagen de Venecia: serena, tranquila y perezosa. Pero aún así, se podía sentir en el ambiente que los Carnavales, famosos en toda Europa, iban a dar comienzo. Entré en una estrecha callejuela del centro y me acerqué a los escaparates de las pequeñas tiendas que poblaban la calle hasta la siguiente esquina. Una de ellas, especialmente oscura y lúgubre, llamó mi atención. Entré. Tras el mostrador, una joven bostezaba mientras daba sorbitos a su taza de café. Ni siquiera levantó la vista al oír que la puerta se abría y yo le daba los buenos días. Simplemente, continuó leyendo el catálogo que tenía apoyado en la mesa tras la que se sentaba. Haciendo caso omiso a su pasividad, eché un vistazo alrededor. El interior de la tienda se me antojó asombroso; estaba llena a rebosar de disfraces de carnaval, por todos lados se veían telas de colores y máscaras colgando del techo. Curioseé a placer, revolviendo aquí y allá, en busca de un atuendo que resultara realmente llamativo. Eran mis primeros carnavales y quería ser el rey de la fiesta. Al final encontré lo que buscaba: un traje al completo del estilo de los del siglo XVIII. Alucinante. Me quedé ensimismado mirándolo, sabía que era ese el que quería y el que acabaría alquilando por una, dos o tres noches; lo importante era conseguirlo, los días y el precio eran lo de menos. Luciría ese traje y encandilaría a todas las mujeres de la ciudad; anónimamente, jugaría a ser el don Juan veneciano. Me dirigí a la joven y le pregunté el coste del alquiler por día; mi cara debió ser un poema, porque enseguida rebajó el precio a poco más de la mitad de lo que me acababa de pedir. Satisfecho por lo que creí mi primera conquista, suspiré aliviado. Entonces sucedió. Estaba sacando la cartera para pagar cuando de la trastienda salió un hombre cargando una caja abierta en la que podían verse máscaras de todas las formas y colores; entre los arabescos y pinceladas se veía el fondo de las máscaras, de color blanco amarfilado semejante al mármol, que me indicó que eran de porcelana de París. Todas ellas eran elegantes obras de arte, modeladas sin duda por un maestro artesano realmente genial. Sus curvaturas me maravillaron, y la mezcla de colores sobre fondo blanco hacía a las piezas únicas e irrepetibles, cada una con su trazado perfectamente delineado. Mientras estos pensamientos acudían a mi cabeza, el hombre se dirigía a la puerta de salida, pero hete aquí que tropezó con un taburete y cayó al suelo, rompiendo las máscaras de porcelana de la caja. Sólo una se salvó de la debacle. Entonces empezaron los gritos y las imprecaciones. En italiano, por supuesto. No entendía nada, pero me quedé por si el hombre se ponía violento y agredía a la mujer. Qué mentalidad tan española la mía, que ni siquiera había sospechado que sería la mujer la que abofeteara al tipo de la caja en la cara, como sucedió tras un minuto de histerismo. Sorprendido, y viendo que el hombre no reaccionaba con furia contra ella, decidí marcharme. Al salir a la callejuela, el viento me golpeó en la cara, refrescándome por completo. Fue lo más parecido a una muda de piel, después de los extraños minutos que había pasado dentro de la tienda.

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