Se le acercó por la espalda. Sin duda era consciente de la locura que le dominaba y la timidez que le atenazaba, pero estaba resuelto a dar un paso al frente y presentarse voluntario para militar en la guerra del amor. Necesitaba inhalar y expirar sin prisa pero sin pausa, como si participara en aquellos seminarios de yoga de la tía Luisa; después, ya más calmado, le hablaría. Sin ambages, sin tartamudear. Le costó imaginarse a sí mismo sometiéndose a alguien, quien fuera, pero se obligó a honrarse con su valentía. Con caballerosidad se conquista un reino, recordó entonces. Pero enseguida surgió otro recuerdo del pasado, el de cura Román sermoneando acerca de aquello de “mi primogenitura por un plato de lentejas”. Sacudió la cabeza, desechando esos pensamientos. Ya sólo estaba a diez pasos de ella; de ellos, sus antiguos amigos y camaradas, le separaban años y peleas, por ella.
Entonces lo vio claro. La alcanzó y, posándole una mano en el hombro, le preguntó si tenía fuego.
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Andrés Garralda -