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elpoetaenelvagon

La ciudad dormida

 

A aquellas horas toda la ciudad estaba dormida. Era de madrugada, me habían echado a patadas de un bar por pelearme con un viejo decrépito que me había mirado mal y ahora vagabundeaba por las desiertas calles, pisando los charcos de meada de gato. El barrio estaba silencioso; tan sólo se oían de vez en cuando los maullidos de los gatos peleándose o copulando entre los cubos de basura. Un perro con llagas en la espalda se cruzó en mi camino y me tropecé con él; le di una patada y seguí mi camino hacia no sabía dónde.  El perro aulló tristemente y se escondió bajo un coche que allí había.

Al llegar al parque vi a una mujer joven tumbada bajo uno de los bancos, durmiendo entre sus vómitos y con el pelo lleno de suciedad y hojas que había arrastrado el viento hasta ella. Me acerqué. Era bonita; el maquillaje le embadurnaba toda la cara a modo de pintura de guerra india, por lo que debía haber estado llorando, pensé. Rebusqué en su bolso algo que me permitiera saber donde vivía, para así poder llevarla allá, pero no había nada: ni documento de identidad, ni permiso de conducir, ni dirección, nada. El bolso estaba vacío, alguien le había robado todo. Le sacudí con el pie varias veces para que despertase, y no lo conseguí. Coño, tuve que llevarla a cuestas hasta mi apartamento, a una hora por lo menos del parque. Semejante esfuerzo bien merecía un premio, por lo que al llegar a casa la tumbé en mi cama, la desnudé de sus pestilentes ropas, que lancé a un rincón, y la penetré lentamente; mientras, ella gemía en sueños, pero lo hacía al compás de mis arremetidas. Al cabo de unos minutos, ya no aguantaba más: entre el sabor a vómito de su boca y mi olor a sudor era imposible concentrarse en lo que uno estaba haciendo, así que lo dejé y me dormí a su lado, tan rendido estaba.

Al despertar ella ya no estaba conmigo; se había ido. Decididamente, mi suerte era lo más parecido a una estrella fugaz. Fui a ducharme, deseando que por una vez el agua me liberara no sólo de la roña que cubría mi piel y taponaba sus poros, sino también de esa sensación que me oprimía y que me hacía llamarme acabado y degenerado. Las mañanas eran el peor momento del día; uno se ve como realmente es, una mierda, un trozo de carne que se pudre lentamente en este cementerio de sueños, ciudad. Me acerqué después en pelotas a la cocina, a prepararme algo para desayunar; pero el desayuno ya estaba hecho, y aún humeaba. Bajo la taza de café había una nota escrita: “Eres un cerdo, pero me ayudaste. Llámame: 555 673 98. Carmen”.

 

 

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