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elpoetaenelvagon

A fuego lento

 

Andrés Garralda salió del número 21 de la calle Margarita Xirgú. Eran pasadas las tres de la madrugada. Aquel martes de mediados de diciembre, la ciudad estaba en silencio. No se escuchaban los bocinazos de los borrachos que campeaban en sus deportivos por la ciudad; ni el ruido de botellas al romperse contra las aceras en aquel barrio dejado de la mano de Dios que es el Raval; ni, tampoco, pudo oír las llamadas que, desde las esquinas, amenazaban con convertirse en una plaga que asolaría la poca decencia que quedaba en esas calles, antes cuna de movimientos culturales vanguardistas o decimonónicas conspiraciones liberales.

 

La corriente de aire fresco que le golpeó en la cara le sacó de sus pensamientos. A través de las callejuelas, y desde la plaza Colón, el olor a salitre aún se percibía en el centro del barrio. Perezosamente, se dirigió calle abajo hacia el puerto; le gustaba pasear cerca del mar. Últimamente los problemas del trabajo le absorbían y dedicaba la noche a empeñarse en recuperar la confianza del público y, esto, invariablemente, se traducía en largos paseos por Barcelona, que le despejaban la mente y le relajaban para poder afrontar con el mismo empeño su siguiente creación.

 

Andrés Garralda era escultor, pero no uno cualquiera. Hubo un tiempo en que sus obras vanguardistas agradaron y  asquearon a partes iguales. Ahora ya solo asqueaban. El gran público no entendía que su legado al mundo era necesario, que las obras de ese artista renovarían la espiritualidad de la sociedad, y que la esperanza que desprendían las formas imposibles de sus creaciones revertiría en una convivencia más humana. Pero el público no asumió como propias su ambiciosa empresa ni su pretensión de provocar un giro de ochenta grados en la concepción de la sociedad. El público simplemente se cansó de él; cuando la novedad se convirtió en su pan de cada día, entonces le despreciaron, rieron su falta de actualización, su escasa creatividad. Quienes le habían aplaudido en público, en público le criticaban y hacían mofa. De la noche a la mañana, Andrés Garralda pasó a ser un marginado, un deshecho del gremio de escultores, un paria, un apestado.

 

Ahora que el mundo del arte le despreciaba, y su mujer le había dejado por un galerista de éxito, se sentía profundamente resentido. Plasmaba su odio en su trabajo, y pronto su estudio se convirtió en un museo del horror. Desperdiciaba su talento en obras que jamás serían adquiridas por nadie, pero que sin duda presentaban la cara más cruda y descarnada del olvido y el rencor. Eso, se dijo, también era arte, y del más vanguardista, incomprendido y salvaje que existía. Llegaría el día en que volvería a ser admirado y reconocido como la estrella que era.

 

Al llegar al puerto, vio a lo lejos un pequeño tumulto de personas. Varios golpeaban a alguien a quien, a intervalos, sumergían en las oscuras y contaminadas aguas del mar. No más de veinte segundos, pero los suficientes como para que Andrés Garralda escuchara los jadeos de la víctima. Enseguida se encaminó hacia ellos, gritando que le dejasen en paz, que se marcharan a sus casas. El grupo, al oírlo, echó a correr hacia el laberinto de calles de La Barceloneta, y el tipo que estaba siendo apaleado les siguió a duras penas. Esto asombró a Andrés, que dejó de gritarles al momento y ni siquiera intentó seguirlos. A saber qué ocurría entre esa gente, pensó. Da igual, ellos verán. Los jóvenes están todos locos.

 

Al volver a su casa, encendió el televisor. En el canal de la BBC retransmitían en directo unas algaradas que estaban teniendo lugar en algún punto de la Banlière parisina. Vio jóvenes, casi niños, lanzando cócteles molotov al interior de coches aparcados en la calle, que enseguida ardían en medio de una inmensa pira de caucho y metal. La periodista explicaba que lo hacían como protesta por la supuesta muerte de un adolescente a manos de la policía. Qué fluir de rabia tan enorme, y qué inútil toda su opereta, se dijo Andrés Garralda. Si toda esa frustración y rabia se canalizase adecuadamente, qué pavor habría en el Gobierno. Seguramente no sabrían cómo detener una ola de atentados perpetrados por una guerrilla urbana bien organizada...

 

Dándole vueltas a esta idea estaba Andrés Garralda cuando alguien llamó a su puerta. Esto le extrañó doblemente, porque eran las cuatro y media de la madrugada y hacia meses que nadie le visitaba. Fue a abrir y se encontró en el rellano de la escalera con un joven a quien en su vida había visto, por lo menos lo que alcanzaba a recordar. El joven le sonrió de una forma extraña y, sin esperar ninguna invitación, pasó al interior del piso, donde se puso a observar las esculturas de Andrés, sin decir nada. Al cabo de unos minutos, y tras haber examinado varias habitaciones del piso, por fin habló.

 

- Te he visto esta noche y te he seguido. Tú también me has visto. Estaba con los chicos, en el muelle.

 

Andrés Garralda no supo qué decir. Tan inesperada visita le había dejado sin palabras.

 

-   He pensado que quizás te gustaría unirte.

- ¿Qué dices? ¿Unirme a qué?

 

El otro no le hizo caso.

 

-  Eres un sujeto curioso, Andrés. Paseas de madrugada por Barcelona, moldeas esculturas terroríficas a la vez que brillantes, no te preocupa meterte en problemas...

-   ¿Quién eres y qué es lo que quieres?

-  Gagarin, soy Gagarin. Y ya te lo he dicho. He pensado que podrías unirte.

-   ¿A qué?

-   ¿Has oído hablar del Ejército Primitivista?

 

Andrés Garralda hizo memoria. Se estrujó el cerebro intentando recordar dónde había escuchado antes ese nombre. Era demasiado pintoresco como para olvidarlo. Lo que no recordaba era porqué le sonaba. Entonces lo supo. Hacía ya varios meses había leído un artículo en el periódico en el que se mencionaba que unos gamberros se hacían llamar así.

 

(continuará...)

 

 

1 comentario

Andrea -

muy buen relato...